Un placer recurrente, del cual guardo un efímero recuerdo, era caminar descalzo sobre el pasto en la casa de mis padres e imaginar cierta conexión y simbiosis con el mundo vivo a mis pies. También me acuerdo el aventurarme en casa de mi bisabuela Ena, en la ciudad de Coatepec, donde podía observar una variada vegetación, desde pequeños árboles de limón, otros no tan diminutos de toronja y naranja, sin olvidar al ejército de azaleas en el corredor, las coloridas orquídeas y los olores característicos del jazmín y de las gardenias.
En esa época, remembro a mi bisabuela y mi tía abuela Elodia, preocupadas por regar las azaleas y también, cuando veían a cierta planta un poco triste o marchita, le propinaban copiosas cantidades de agua, tierra negra y fresca, para posteriormente ponerla más cerca o lejos de los rayos del sol, según las necesidades particulares de esa planta en cuestión y de forma asombrosa, al cabo de un corto tiempo, se mejoraba la paciente enferma. De esos encuentros con la naturaleza, modificada por el ser humano, adquirí admiración y respeto por los seres vivos del Reino Plantae, pues me impresionaba que los ingredientes: tierra, agua y luz fueran aparentemente suficientes para impulsar su crecimiento.
Dentro de esas experiencias se me enseñó a plantar, situación divertida y exitosa, gracias a la buena mano de mi bisabuela Ena. Casi todo era en macetas, pero en algunas ocasiones el proceso fue directamente en la tierra, y ahí una de mis preocupaciones era la decisión del lugar preciso y adecuado para plantar a ese ser vivo, porque era claro que ese sería su hogar y tentativamente ahí permanecería hasta el fin de sus días. Derivado de lo anterior, nuevas interrogantes atiborraron mi mente, sobre todo aquellas concernientes a la fortaleza de un planta, en cuanto a que no se pueden cambiar de sitio y desde esa trinchera deben obtener todos los recursos necesarios para sobrevivir, alimentándose de los rayos del Sol, de los nutrientes de la tierra, del agua de lluvia, así como protegiéndose de las inclemencias del clima y de ciertos ataques de insectos, parásitos, otras plantas y del propio ser humano, entre otros.
Por un instante pensé que si tengo frío o calor, busco cambiar mi ropa o trasladarme a otro sitio con mejor temperatura; también si mi cuerpo pide algo de comer, me transporto a cierta locación donde pueda obtener alimento, entre otras actividades relacionadas, pero con el mismo objetivo de transformar parte del medio ambiente para sentirme cómodo y maximizar mis posibilidades de supervivencia. Pero en el caso de las plantas ¿qué sucede? Al no poder moverse, de forma similar como los animales y nosotros los seres humanos, resulta admirable que desde su posición inamovible puedan sortear casi toda clase de obstáculos y abrirse camino en su ya conocido trayecto evolutivo.
Sabemos, gracias a la Real Academia Española, que la resiliencia es la “capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”, pero de lo descrito me queda claro que las plantas también cuentan con el poder y fuerza de afrontar diversas coyunturas al límite y salir airosas de las mismas, de ahí que el doctor Daniel Chamovitz, nos argumente en su libro “What a Plant Knows”, que los sentidos de las plantas, nos pueden sorprender en cuanto a la percepción tan clara que tienen del mundo que las rodea. Resultado de los trabajos de este autor, se afirma que las plantas pueden ver, oler, sentir y recordar, pero claro no de igual forma que nosotros, pero con cierto parecido al usar esos sentidos para sobrevivir como especie.
Chamovitz nos dice que como bien sabemos una planta no puede cambiar de residencia o moverse repentinamente de lugar por sus propios medios, buscando mejores condiciones climatológicas y de alimento, por ello está claro que gracias a su elaborada y sofisticada evolución biológica, traducida en sus hojas, ramas, flores, raíces y corteza, han podido adaptarse a la selección natural, especialmente gracias a un complejo mecanismo sensorial para reaccionar y anticipar los cambios constantes en su medio ambiente.
Es así, de acuerdo a Chamovitz, que las plantas pueden “ver” al percibir la luz en diferentes manifestaciones, e incluso el autor se aventura a decir que estos seres vivos saben si estamos cerca de ellas y si nos paramos arriba o a un lado de las mismas. Además saben cuándo hay bastante o poca luz, determinando si inicia el día, es medio día o se va a terminar el mismo y viene la noche. Un aspecto interesante en este punto, es que las plantas saben de dónde viene la luz, entonces es por ello que las vemos crecer dobladas hacia cierta dirección, buscando su alimento lumínico y de ahí las curiosas contorsiones de las mismas en su afán por comer los rayos solares. Además se ha demostrado, según el propio Chamovitz, que los cambios en la cantidad de luz que recibe una planta, son percibidos directamente por ellas y de esa forma determinan las estaciones del año.
También, según estudios de Chamovitz, las plantas pueden “oler” o mejor dicho, detectar ciertas señales químicas en el ambiente para prepararse o reaccionar ante las mismas. Algunos ejemplos del autor son que saben cuándo una planta vecina ha sido cortada o talada, así como “huelen”, por así decirlo, cuando otra planta es devorada por cierta plaga. Pero particularmente se habla del caso del proceso de maduración en los frutos, cuando los mismos emanan etileno (producto químico relacionado en el estrés de las plantas y su envejecimiento), enviando la señal a otros para que maduren también y se cuente con una respuesta similar en los árboles con frutos vecinos, para seducir a ciertos animales a que los coman y así dispersar las semillas por otras zonas, cuando evacuen, expandiendo las oportunidades de siembra de esas plantas frutales.
Siguiendo en este tenor, las plantas se comunican y tienen memoria, pues Chamovitz nos ejemplifica que cuando son atacadas por plagas, envían mensajes a sus vecinos, por medio de feromonas, advirtiéndoles de la amenaza creciente y previniéndolos e incitándolos a tomar cartas en el asunto y prepararse con las sustancias químicas adecuadas para repelar la agresión descrita o crecer hacia otro lado y no hacia la posición de su vecino infectado. Además, gracias a investigaciones, se ha determinado que trabajan constantemente en la producción de semillas con mejoras, para sopesar los cambios climáticos a los que fueron expuestas, buscando crear descendientes más resistentes y con mayores posibilidades de soportar mejor el estrés de la vida.
Algo que podemos aprender de las plantas, es cambiar la perspectiva que tenemos de estos seres vivos y darles su lugar en la simbiosis que guardamos con la naturaleza, así como ofrecerles cierto respeto, pues yo creo que todos hemos cortado alguna sin razón aparente, aunque sea una hoja y aunque no escuchemos nada, tal vez existe un especie de “grito silencioso” en una frecuencia fuera de la percepción humana, liberando estrés. Además admiremos cuando al transitar por la ciudad, observemos a cierta planta emerger del concreto o asfalto, en una especie de lucha entre la selva natural y la selva de cemento, que nos envía un claro mensaje de lo que debe ser el aferrarse a la vida enraizada en la poca tierra que posea y desde ahí luchar por una bocanada de rayos solares y agua.

