Rodrigo Soto Moreno

Hurgando en mi memoria encuentro que todavía tengo fresco el recuerdo de mi Mamá diciéndole a mi Papá: “Raúl lávate las manos antes de comer y deja la bata en el baño de afuera”. Es decir para mi Madre, como médico, está claro que otro doctor como mi Padre, al venir de dar consulta o tal vez de algún quirófano, tenía entonces la obligación “no escrita, pero sí recordada constantemente” de que la higiene debía imperar en la casa, para evitar la propagación de algún patógeno proveniente del hospital.

La anterior costumbre de higiene de mi Mamá seguramente provenía de mi bisabuela Ena, quien la pasó a mi abuela Ena, hasta llegar a mi Madre, para que posteriormente un servidor pudiera adoptarla y ahora intentar pasarla a mis genes egoístas representados en Ena Camila, cada ocasión en que le recuerdo que se lave las manos.

Esta costumbre de higiene, según mi perspectiva, ha recorrido un camino genético y alimentado por costumbres y cultura memética que inicia con mi bisabuela Ena, pasando por mi abuela Ena, por mi madre Magdalena e insertándose como una idea iterante en mi mente, que intenta continuar su camino en mi hija Ena Camila.

Derivado de lo anterior ahora nunca me parecieron ridículos ni obsesivos todos aquellos anuncios o comerciales en donde se nos insiste constantemente que nos lavemos las manos, sobretodo antes de preparar los alimentos, de ingerirlos, así como antes y después de ir al baño, pero realmente ¿quién lleva a cabo tanta higiene?

En un mundo repleto de virus y bacterias, muchos pueden argumentar que un poco de contacto con ellos robustece el sistema inmune, sin embargo lo que en un principio puede parecer una fortaleza, la falta de higiene también se puede convertir en un vehículo de propagación acelerada, y esto por el simple hecho de no lavarnos las manos.

Pero antes de brincar a una conclusión apresurada, pensemos en todas esas veces que nos tocamos la nariz, la boca, los ojos y otras partes, y sin lavarnos las manos o tan siquiera utilizar un gel con alcohol para eliminar algunos patógenos, procedemos a extender un saludo cordial a otros.

Siguiendo con fortalecer el argumento y fomentar una posición objetiva de lo anterior revisemos unos cuantos datos y números. De acuerdo al Centro de Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos de América, se estima que un 80% de todas las infecciones se transmiten por las manos.

Aunado a lo descrito y otra evidencia científica la podemos encontrar en el artículo titulado: “Beating back the bugs” escrito por Jeneen Interlandi y obtenido de Scientific American, en donde se nos dice que cada año alrededor de 2 millones de personas adquieren una infección en algún hospital y 100 mil de esas fallecen por complicaciones del padecimiento que adquirieron. Sin embargo lo más increíble es que ese número se puede reducir drásticamente con el simple hecho de que médicos, residentes, visitantes y pacientes, se laven constantemente las manos.

Además, según dice Interlandi, es que si sumamos esas muertes con el costo de las mismas, que asciende a 45 mil millones de dólares, resulta que es aproximadamente la misma cantidad de dinero y muertes que ocasiona el VIH, el cáncer de mama y los accidentes automovilísticos combinados.

La evidencia científica, y en algunos de nosotros los genes y memes, nos dice que la receta para evitar el esparcimiento de algunas enfermedades es lavarnos las manos, sobretodo cuando entramos en una zona de contagio o sabemos que tenemos cierta enfermedad como una gripe. Además es importante tener siempre a la mano un gel con alcohol para desinfectarnos; y en muchas ocasiones ofrecer mejor una especie de reverencia para saludar con un llamado de “buenos días, buenas tardes, buenas noches” según se ofrezca, en lugar del cordial saludo estrechando las manos, que muchas veces invita a la propagación de patógenos. Lavémonos entonces las manos y seamos más prácticos al saludar.