Erré, iteré y aprendí

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Recapacitando en relación a garantizar la supervivencia de nuestros genes egoístas, dentro de la jungla de asfalto, tanto los herederos de la genética, es decir los padres, como los guías educativos, es decir los maestros, se enfrascan curiosamente en lo que podría denominarse como un ímpetu ingenuo e ignorante para que cada uno de los portadores del material genético, es decir los hijos o alumnos, busquen competir de forma continua y exhaustiva contra sus compañeros, en todo momento y lugar, siempre bajo la mira de tener éxito, cometiendo pocos errores, y si se pudiese, ninguno.

Pero precisamente ahí su equivocación, pues comúnmente se puede pensar que gana, en una carrera corta, el que comete menos errores a la hora de hacer un examen, pero desde mi perspectiva, la vida no es una prueba de velocidad, sino una de resistencia maratónica y por ende aprende más quien comete errores, aunque sean diversos, siempre y cuando los analice y saque provecho de los mismos cuando tome la siguiente decisión en cualquier camino que presente bifurcaciones o puntos de inflexión.

Además es de señalar que aunque definir a la inteligencia resulta complicado, es cierto que se puede acotar mejor como la capacidad de tener alternativas de solución, ante determinado problema que se nos presenta. Derivado de esto, aunque no lo parezca, el cometer errores abre un delicado y complejo abanico de opciones a la mente, cuando las neuronas en nuestro cerebro, particularmente en el córtex frontal, disparan y analizan en milisegundos la información recibida cuando erramos, para después adquirir experiencia de esa situación en particular y tomar las precauciones necesarias para evitar equivocarnos y lograr obtener nuestra recompensa de éxito o placer. Pero, si llegásemos a volver a cometer otro error en el proceso, antes de alcanzar la meta, no es de preocuparse, ya que de nueva cuenta las neuronas absorberán esos datos erróneos para aprender de los mismos y con ellos construir nuevas soluciones o nuevas alternativas para llegar a ese momento de glorioso triunfo.

Lo anterior bajo el esquema de la certidumbre que muestra el dicho: “que la práctica hace al maestro” y en este sentido tomando en consideración lo descrito por Malcolm Gladwell, en su libro Outliers, donde señala que para dominar cualquier disciplina y ser virtuosos en ella, no existe mejor cosa que practicar 10,000 horas hasta perfeccionarla. En resumidas cuentas requerimos de iterar, como regla, para ser versados en cierta materia y descubrir que podemos extraer bellas melodías de un instrumento musical, brochazos llenos de imaginación gracias a un pincel colorido, así como excitar a la mente del lector con ciertas combinaciones de letras, palabras y oraciones en cierto sentido, por poner algunos ejemplos.

Operamos entonces como bucles informativos, es decir como un ciclo de retroalimentación, en donde según Thomas Goetz, éstos constan de cuatro etapas. La primera se refiere a los datos, en donde un comportamiento debe ser medido, capturado y almacenado, siendo la etapa de evidencia. La segunda etapa es donde esa información obtenida debe ser expuesta al individuo no solamente como datos sueltos, sino dentro de un contexto que la hace emocionalmente resonante, siendo la etapa de relevancia. La tercera etapa es la de la consecuencia, donde la información debe iluminar uno o varios caminos subsecuentes hacia adelante y por último, la cuarta etapa, que se refiere a la acción, donde el individuo tiene un breve instante de claridad para recalibrar su comportamiento, tomar una decisión y actuar en consecuencia. El ciclo continúa cuando la acción se mide y el bucle de retroalimentación sigue su camino, buscando nuevas acciones en los comportamientos de los individuos, para según Goetz, acercarnos a nuestros objetivos.

Desde mi perspectiva, la estructura del ciclo de retroalimentación es simple, en donde al tener el primer encuentro con la información nueva, es muy probable que erremos al analizarla, pero posteriormente con repeticiones e iteraciones, lograremos dominarla y hacerla una especie de rutina racional, para que por último obtengamos un aprendizaje de esa exposición a datos y así sucesivamente es como formamos un pensamiento inteligible y vamos abriendo opciones o alternativas ante los diferentes obstáculos que se nos vayan presentando en la vida. En síntesis erramos, iteramos y aprendemos.

Somos criaturas que nos vemos expuestas y envueltas, a veces sin darnos cuenta, a grandes cantidades de información y que solamente nos movemos en miras de definir y establecer patrones de comportamiento, al analizar nuestros errores, que nos acerquen a un beneficio colectivo, donde realmente consigamos los objetivos que tengamos trazados como especie para seguir evolucionando y que cada quien tenga un medio provechoso que sacar de ganancia.

En palabras de mi hermano Jorge Soto, quien recientemente estuvo en el Foro Económico Mundial en Davos, como emprendedor mexicano menor de 30 años, la nueva camada de jóvenes que va a cambiar al mundo con sus ideas, son aquéllos que: “piensan globalmente, comprenden la diversidad, están conectados, quieren intentar, fracasar rápido, aprender y repetir”.

Lo importante entonces para nosotros y para esos genes egoístas, es que nunca nadie nos diga que no se puede, pues como sabemos, una de las características de la inteligencia es buscar alternativas. Hay que equivocarse 99 ó 100 veces, pero esperando la llegada de esa iteración 101 con un momento eureka de éxito que nos devuelva, en el ciclo de retroalimentación, el ansiado aprendizaje.

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