Antes, según me lo platicó mi bisabuelo Félix, una de las cosas más valiosas que poseía un individuo era su palabra, y al no cumplirla entonces no era nada. Definitivamente a mí no me tocaron esas épocas, y en la actualidad observo una marcada tendencia hacia la falta de compromiso y responsabilidad para sostener y cumplir lo que se promete. Es decir, parece que la consigna es vivir bajo el trillado y triste lema de: “prometer no empobrece…”, sobre todo si hablamos en el dominio de la política y en algunos reductos del mundo empresarial.
En este sentido y tratando de exaltar el valor de la palabra; captó en demasía mi atención la descripción que relata Armando Fuentes Aguirre “Catón” en su libro: “La otra historia de México, Díaz y Madero, La Espada y el Espíritu”, misma que describo textualmente a continuación:
Ésos eran hombres
“Los hijos del Heroico Colegio Militar han hecho siempre honor a su plantel, y como muestra es este relato. En el año de 1892 murió don Carlos Fuero. Una calle en la ciudad de Saltillo lleva su nombre. Ese homenaje y más merece por el hecho que ahora voy a narrar.
A la caída de Querétaro, quedó prisionero de los juaristas el general don Severo del Castillo, jefe del Estado Mayor de Maximiliano. Fue condenado a muerte, y su custodia se encomendó al coronel Carlos Fuero. La víspera de la ejecución dormía el coronel, cuando su asistente lo despertó. El General Del Castillo, le dijo, deseaba hablar con él. Se vistió de prisa Fuero y acudió de inmediato a la celda del condenado a muerte. No olvidaba que don Severo había sido amigo de su padre.
Carlos –le dijo el General–, perdona que te haya hecho despertar. Como tú sabes, me quedan unas cuantas horas de vida, y necesito que me hagas un favor. Quiero confesarme y hacer mi testamento. Por favor manda llamar al padre Montes y al licenciado José María Vásquez”.
– Mi General –respondió Fuero, –no creo que sea necesario que vengan esos señores–.
-¿Cómo? –se irritó el general Del Castillo. Te estoy diciendo que deseo arreglar las cosas de mi alma y de mi familia, ¿y me dices que no es necesario que vengan el sacerdote y el notario?
– En efecto, mi general –repitió el coronel republicano. –No hay necesidad de mandarlos llamar; usted irá personalmente a arreglar sus asuntos y yo me quedaré en su lugar hasta que usted regrese.
Don Severo se quedó estupefacto. La muestra de confianza que le daba el joven coronel era extraordinaria.
– Pero, Carlos –le respondió emocionado– ¿Qué garantía tienes de que regresaré para enfrentarme al pelotón de fusilamiento?
– Su palabra de honor, mi General –contestó Fuero.
– Ya la tienes –dijo don Severo, abrazando al joven Coronel.
Salieron los dos y dijo Fuero al encargado de la guardia:
–El señor general Del Castillo va a su casa a arreglar unos asuntos. Yo quedaré en su lugar como prisionero. Cuando él regrese me manda usted despertar.
A la mañana siguiente, cuando llegó al cuartel el superior de Fuero, general Sóstenes Rocha, el encargado de la guardia le informó lo sucedido. Corriendo fue Rocha a la celda en donde estaba Fuero y lo encontró durmiendo tranquilamente. Lo despertó moviéndolo.
– ¿Qué hiciste Carlos? ¿Por qué dejaste ir al general?
– Ya volverá –le contestó Fuero– Si no, entonces me fusilas a mí y asunto arreglado.
En ese preciso momento se escucharon pasos en la acera.
– ¿Quién vive? – gritó el centinela–.
– ¡México! –respondió la vibrante voz del General del Castillo– Y un prisionero de guerra.
Cumpliendo su palabra de honor, volvía don Severo, para ser fusilado. El final de esta historia es muy feliz. El general Del Castillo no fue pasado por las armas. Rocha le contó a don Mariano Escobedo lo que había pasado, y éste a don Benito Juárez. El Benemérito, conmovido por la magnanimidad de los dos militares, indultó al General y ordenó la suspensión de cualquier procedimiento contra Fuero. Ambos eran hijos del Colegio Militar; ambos hicieron honor a la gloriosa institución”.
Al final la pregunta estriba en responder a nosotros mismos, si en verdad seríamos un mejor país, al cumplir cabalmente lo que se promete y hacer valer nuestra palabra de honor o continuar con la firma de contratos, convenios, acuerdos y pactos, que no se cumplen y se sellan con falsos apretones de manos y sonrisas con desfachatez. Yo opto por lo primero, para retomar y cumplir lo que se prometió con nuestra palabra.

