Rodrigo Soto Moreno
Siempre le había gustado dormir escuchando la lluvia caer y rebotar en su jardín, así como disfrutar el olor a tierra mojada y el dar oídos al golpeteo casi instrumental bajo la dirección sinfónica de las nubes, con estruendos de cambio de ritmo con los truenos, pero sobre todo le encantaba ver en las mañanas las diferentes tonalidades de verde en las plantas, que mostraban su agradecimiento por recibir el vital líquido de nueva cuenta.
Pero después de los daños ocasionados por el último huracán a su querida tierra natal, Gonzalo veía con reservas las nubes grises que amenazaban con descargar su furia sobre la ciudad, como si no hubieran terminado de destruirla.
Sin embargo a pesar de haber visto como su casa había sido fuertemente deteriorada, no culpó a la naturaleza, sino que recordó aquellas excursiones con Don Fernando, su abuelo, en el rancho cuando se detenían en un arroyo seco y entrando en éste el viejo tomaba un puñado de tierra y le decía a Gonzalo: “mira hijo, aunque no lo veas, el río vive aquí. Ahorita está dormido, parece seco, muerto, pero cuando menos lo esperas las nubes lo despiertan y le dan la fuerza para que reclame su cauce, su surco, su hogar”.
Que sabio el viejo Don Fernando, mi abuelo, pensó Gonzalo.
Fenómenos como el huracán Alex, y la historia de Gonzalo, nos habla de una causa apremiante, aparte de la inseguridad que vive el país, que debemos atender de inmediato y es la simbiosis con el planeta.
Falsamente nos erigimos como la especie dominante de la Tierra y ante el desmedido crecimiento económico de las industrias y de las ciudades, se nos olvida nuestra tarea ineludible de observar, analizar y comprender a la naturaleza antes de crear desarrollos industriales y urbanos.
De lo anterior recordaremos que la planeación urbana de una ciudad, debe ser igual que en medicina, acudiendo al mantenimiento preventivo y no al correctivo. Es decir un desarrollo urbano debe considerar el impacto ambiental que puede ocasionar y así evitar a futuros pobladores tirar por la borda su patrimonio.
Retomando el tema de la simbiosis con el planeta, en su devenir histórico de alrededor de 4,500 millones de años, siempre ha aplicado la verdadera justicia, que es aquella regida por la naturaleza y la evolución de Darwin, en donde se favorece a aquellas especies que mejor se adaptan a su medio ambiente, situación que parecía dominada por el ser humano al tener la capacidad de modificarlo para hacerlo “más habitable”.
Pero raramente nos detenemos a pensar que con cada pedazo de concreto y asfalto que se le come a la tierra y a la Tierra, que con cada fábrica que no regula sus emisiones de contaminantes, que con cada desecho peligroso que se vierte a ríos, mares, lagos o al propio drenaje, entre otros, estamos envenenando no al planeta, sino a nosotros y a las demás especies que cohabitan la Tierra. Nuestro planeta seguirá existiendo aún cuando nosotros nos hayamos ido, solamente tendrá riesgo cuando el Sol termine su tarea, agote su combustible, se convierta aparentemente en una gigante roja y termine por engullir a la Tierra.
Sobra decir que con lo anterior limitamos nuestra capacidad de supervivencia a los que vivimos ahora y ponemos en riesgo, aunque se lea trillado, a las futuras generaciones. No contentos con toda la polución en la Tierra, ahora leemos que la basura espacial ya se está convirtiendo en un nuevo problema de contaminación.
El clamor no es solamente del río, como en la historia anterior, sino de todas las especies que luchan por mantenerse con vida y que dicen: “aunque no me veas, aquí vivo”.
Parece que nos comportamos como lo que describe Daniel C. Dennett, en su libro Freedom Evolves, en cuanto a la relación que parecen guardar las células que nos conforman, donde nos dice que ninguna de las células que nos componen, (a lo que yo agregaría también a las bacterias que nos habitan), nos conocen o saben quienes somos, y por ende no les importamos.
Al igual que las bacterias y células, como seres humanos somos huéspedes del planeta Tierra y mientras viajamos (aproximadamente de acuerdo a Wikipedia), sin percibirlo, rotando a 1,674 km/hr y nos trasladamos a 108,000 km/hr, es urgente que hagamos conciencia del cuidado que requiere nuestro anfitrión para conservarlo y seguir habitándolo sin problema.
Por último vale la pena tomar lo publicado en la revista Nexos número 392 de agosto 2010, esto obtenido de un pasaje de la novela: La plaza del diamante, de Mercè Rodoreda. Debido a que describe de forma creativa y curiosa la forma de los árboles y su comparación con nosotros los seres humanos.
Árboles y viejos
Los árboles viven patas arriba.
Las hojas son los pies.
Viven los árboles con la cabeza metida en el suelo
Comiendo tierra con la boca
Y los dientes: las raíces.
Mueren los árboles como los viejos.
Con las plantas de los pies amarillas.