Rodrigo Soto Moreno
Al abrir cualquier medio de información no es de sorprendernos que surgen diversas notas relacionadas con la violencia, pero cuando John Horgan en su artículo “Taming the Urge to War” publicado en Scientific American, nos dice que cuando los científicos han hurgado y analizado la historia humano, han encontrado evidencias de violencia, podemos afirmar que efectivamente la violencia vive impresa en nuestros genes.
Incluso podemos suponer que es la única forma en que el hombre impone sus decisiones, cuando la capacidad de razonar o negociar han quedado superadas. Tristemente se evoca a la ley de más fuerte, pero no necesariamente la de más apto y hace que algunos otros individuos desarrollen mentes maquiavélicas al tratar de eludir el conflicto.
Pero puede ser que existan algunas soluciones, por ejemplo Horgan nos menciona que en la conferencia titulada: “The Evolution of Human Aggression: Lessons for Today´s Conflicts”, llevada a cabo en la Universidad de Utah, en donde se señaló que el ser humano no está destinado a la guerra para siempre, de acuerdo a Frans B.M. de Waal de la Universidad de Emory.
Para de Waal, quien es experto en estudio de primates, señala que es cierto que se han observado encuentros violentos entre los chimpancés y eso ha llevado a que se promulgue la visión fatalista en relación a que: “la guerra está en nuestro ADN”. Pero no todo termina ahí, sino que los primates también buscan la paz y el reconciliarse después de una pelea, ya sea por medio de abrazos, besos en la boca y en las manos, así como en el compartir comida.
En el caso de los chimpancés, ellos saben que deben “hacer las paces” porque de lo contrario su relación puede deteriorarse y perder valiosas oportunidades como grupo, aunque si son chimpancés de grupos rivales que compiten por territorio, resulta casi imposible que puedan estar en paz. Caso contrario en los humanos, que muchas veces hemos visto como grupos rivales que combatieron por recursos y poder dentro de una guerra, pueden a lo largo de los años llevar una relación, simbólicamente pacífica para no afectar cada uno de sus intereses.
Richard Wrangham de la Universidad de Harvard y Frans de Waal concuerdan en que la violencia en los primates no es simplemente compulsiva o instintiva, sino que es extremadamente sensible al contexto en donde nos encontremos. Como ejemplo, Wrangham, dice que un grupo de chimpancés atacará a un grupo rival, siempre y cuando los primeros determinen que llevan cierta ventaja sobre los segundos y de esa forma reducen su probabilidad de salir lesionados o de morir en el ataque. Es decir, cuando un grupo se sabe más poderoso que otro, es cuando el ataque se lleva a cabo.
En los humanos sucede lo mismo, Wrangham, comenta que las sociedades humanas antiguas y modernas, como es el tan visto caso de los Estados Unidos, que se enfrascan en una pelea o conflicto siempre y cuando estén seguros que van a prevalecer sobre el grupo al que van a agredir. Para impedir tanto los conflictos entre primates y entre primates superiores (o nosotros), es necesario impedir el desequilibrio de poder, según el mismo Wrangham.
Por su parte, Steven Pinker de la Universidad de Harvard, cuestiona el argumento expuesto en el principio, en donde creemos que la violencia está presente invariablemente en nuestras vidas y que ha ido en aumento, pues según sus investigaciones los niveles de violencia actuales son mucho menores a los de la antigüedad. Pinker afirma que de acuerdo a datos etnográficos y evidencia arqueológica, antiguamente se tenía que el 30% de los miembros de las etnias tribales morían debido a los enfrentamientos o guerras entre otro grupos rivales, porcentaje que es 10 veces más que la proporción de Europeos y Norteamericanos fallecidos a causa de la guerra o causas relacionadas a esta durante el siglo XX.
Con el fin de sostener su argumento, Pinker recurre a tres aspectos primordiales. El primero es que gracias al aumento en la esperanza de vida, nos ha hecho que arriesguemos menos nuestra vida en un conflicto bélico. El segundo punto es que debido a la creación de gobiernos estables con sistemas legales efectivos y fuerzas de policía, se ha eliminado lo mencionado por Thomas Hobbes como “la guerra de todos contra todos” de la que eran presos nuestros antepasados. Y por último dice que la comunicación globalizada ha logrado que contemos con empatía a otros y no solamente a los miembros de nuestra familia inmediata.
No estoy seguro de estar de acuerdo al 100% con Pinker, pero sí estoy seguro de que mueren menos de los que morían por conflictos armados en la antigüedad en las épocas oscuras de la humanidad y también cuando se alude a gobiernos de primer mundo que garanticen la seguridad a sus ciudadanos, pero en la actualidad hemos visto que lugares con gobierno de primer mundo, como Noruega, no se salvan de la violencia y locura de individuos que se pierden en su falsa ideología para lastimar a otros. En mi humilde punto de vista, sí tenemos impresa la violencia en nuestros genes y lo que en cierto momento pudo ser valioso para defendernos de otros animales o de otros competidores para garantizar nuestra supervivencia, la violencia se ha deformado y se ha incrustado en la forma de un virus que se esparce, tal vez en forma de “memes” en ciertos individuos lacerando el tejido social y transformando nuestros hábitos tradicionales por el medio que sentimos.
Sin embargo cuando leo ejemplos de Eric Michael Johnson en donde señala que una chimpancé de edad avanzada, de nombre Peony, que está incapacitada por artritis y no puede alcanzar el agua para beber, pero sus colegas del grupo le ayudan llevándole agua fresca para que beba, resurge en mí la esperanza de que esos mecanismos de compasión y ayuda para el beneficio común de un grupo dominen en nuestra especie y podamos colaborar y en verdad tener la ansiada paz y ver más manos abiertas en forma de saludo y que no traen armas, que puños cerrados en símbolo de violencia.
