En aparente ignorancia, llevamos a cabo nuestra alimentación bajo el enfrentamiento de dos estrategias. Por un lado tenemos la necesidad de combustible, obtenido de los alimentos, para procesarlo rápidamente y usarlo en aspectos fisiológicos y de motricidad, así como darle potencia a nuestra capacidad cognitiva, sin embargo por otra parte, nuestro cuerpo quiere quedarse con depósitos de grasa, pues su experiencia evolutiva le dictamina que son necesarios para enfrentarse mejor a los embates de la escasez que sufrimos y heredamos de épocas anteriores de supervivencia.
Me refiero a que es claro que la creciente “epidemia” de sobrepeso y obesidad, tiene tanto raíces en la mala alimentación de los seres humanos, así como en que genéticamente contamos con ese “gen ahorrador” que busca tener reservas para poder sopesar la falta de comida y poder seguir funcionando correctamente. Entonces existe la disyuntiva de comer para sobrevivir y funcionar en la selva de asfalto, pero también parte de esa comida queda guardada en depósitos grasos que nos puede llevar al temido sobrepeso y pero aún a la obesidad.
En este tenor, sabemos que los alimentos naturales, sin procesar, son la mejor opción en nuestras dietas, pero debido al ritmo y velocidad de la transformación social y económica en la que nos encontramos inmersos, resulta muy complejo estar comprando comida directamente de algún mercado, para encontrarla fresca. Estudios de Cara Ebbeling del Centro para la Prevención de la Diabetes en el Hospital de Niños en Boston, nos indican que la comida en la dieta afecta nuestro metabolismo. Es así que se argumenta que los alimentos procesados y carbohidratos simples, con un índice glicémico alto (que sirve para determinar la velocidad de absorción de la glucosa en un alimento), eventualmente disminuyen nuestro metabolismo y por ende ganamos peso.
Para comprender un poco mejor lo anterior, el artículo de Christopher Wanjek, titulado: “When Dieting, Not All Calories Are Created Equal”, en donde se remarca que resulta muy complicado para aquellas personas que han perdido peso, mantenerse en esa cantidad de kilos. Esto a razón de que nuestro cuerpo, según Wanjek, no quiere perder peso y por ende hace más con menos calorías, por lo que aunque se tenga una dieta baja en calorías, teniendo un metabolismo lento, no se puede lograr bajar de peso.
Por tanto, de acuerdo a Dean Ornish, del Instituto de Prevención para la Medicina Preventiva, lo importante es contar entonces con una dieta con alimentos de índice glucémico bajo, ingiriendo alimentos bajos en grasa y bajo en azúcar.
Tal vez aquí sería bueno recordar que teníamos una dieta mucho más balanceada, como la explica el excelente libro de José Enrique Campillo Álvarez en su obra El mono obeso, en la cual obtiene que anteriormente 50 por ciento de nuestra alimentación fue y debe ser frutas, brotes tiernos, flores, semillas, tallos tiernos y algunas hojas; 30 por ciento de nuestra alimentación fue y debe ser tubérculos (papa), semillas verdes (habas), frutos secos (nueces, almendras, pistaches, avellanas); 18 por ciento de nuestra alimentación fue y debe ser carne, huevos y sobre todo pescado; 2 por ciento de nuestra alimentación fue y debe ser cereales, legumbres, leche y derivados, bebidas fermentadas, aceites, mantequilla, margarina y sal.
Para finalizar me gustaría compartir lo que leí, dentro de este tema, en el artículo de Kate Wong, en su escrito titulado: “Ancient Tartar, Other Dental Clues Reveal Unexpected Diet of Early Human Relative”, se ha encontrado que uno de nuestros antepasados, el Australopithecus sediba, comía entre sus alimentos, además de pastos, tallos, raíces, tubérculos, etc., corteza de los árboles. Esto me hace reforzar la tesis de Campillo, además de que es necesario que nos acerquemos a los alimentos con fibra, frescos, con poca azúcar y limitemos el consumo de carne, aunque claro que es importante para la obtención de proteínas ligada al aumento de capacidad cognitiva, sobre todo en edad temprana.
