Rodrigo Soto Moreno
Optamos por dejar nuestro letargo y decidimos evolucionar, pasando de los primeros homínidos que poblaron la Tierra, a lo que hoy conocemos como Homo Sapiens o ser humano, así como tratar de erigirnos en la especie dominante del planeta. Nos erguimos y nuestro cerebro creció y las conexiones del mismo se fortalecieron en cantidad y velocidad para demostrar que podíamos procesar mejor la información de nuestro entorno, que cualquier otro ser vivo que conocemos en la actualidad.
Pero aunado a nuestra existencia vino un costo por la misma, es decir al tomar consciencia de nosotros mismos, también adquirimos la sensación del estrés. Mismo que debido al acelerado crecimiento de la población y debido, en muchas ocasiones, a la competencia desmedida entre nuestra especie para sobrevivir, hemos acelerado las dosis de estrés a las que estamos sometidos.
Lo que fue, para los primeros homínidos, satisfacer necesidades básicas de alimento, abrigo, vestido, reproducción, sueño, entre otras; en la actualidad los mercados nos han orillado a recapacitar erróneamente sobre lo que tenemos y nos han embarcado a la búsqueda de nuevas necesidades, de nuevos productos, en un sistema que podría definirse al estilo de compro luego existo. Situación que se transforma en un círculo vicioso que nunca termina, queriendo padecer no solamente la conocida obesidad tecnológica, sino obesidad de guardarropa, obesidad automovilística y otras.
Sin embargo, al conocer y analizar la economía y el mercado, resulta muy complicado que podamos tener todo lo que queremos, menos aún si somos compradores obsesivos compulsivos y esto en ocasiones dispara otro síntoma frustración, que puede derivar en lo que conocemos como la enfermedad de la depresión.
De igual forma, tanto el estrés como la depresión, son fieles visitantes en nuestro período de adolescencia. Momento en el que tratamos de luchar y comprender una cascada de emociones y transformaciones dentro de nuestro cuerpo, que también disparan nuestro estrés y por consiguiente la depresión.
Ante lo anterior, resulta común que pensemos y añoremos en ocasiones volver a ser niños menos de edad, pues consideramos que durante ese período todo lo que nos puede preocupar es determinar con qué juguete vamos a jugar, claro después de haber satisfacido nuestras necesidades primarias como el comer, dormir, ir al baño y estar confortables la elección de ropa que nuestros padres nos pusieron.
Esto puede estar por cambiar, ya que nuevos estudios psicológicos señalan que el estrés y al depresión se pueden manifestar a temprana edad. Situación que cambiaría, tal vez, el interés de querer volver a ser niños y vivir dentro de la soñada “bola de cristal” donde nada malo nos perturba en nuestras mentes y que todo lo podemos resolver con un juguete nuevo.
Jeffrey Kluger nos dice, en su artículo “Small Child, Big Worries” publicado en la revista TIME, que según la organización sin fines de lucro Zero to Three, misma que analiza y desarrolla investigaciones sobre el desarrollo de un ser humano desde su primer año de vida hasta los tres años, cuenta con estimaciones de que un 10% de niños dentro de estas edades tienen alguna especie de condición clínica emocional, que es la misma tasa que presentan los adultos.
Para el doctora Helen Egger, de la Universidad de Duke, los desórdenes que se ven en los adultos se manifiestan desde temprana edad, hablando de síndrome postraumático, ansiedad social, depresión mayor, insomnio, incluso el duelo o aflicción por la pérdida de un ser querido. Robert Emde, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Colorado dice en resumidas cuentas que la psicopatología es compleja.
En un gran esfuerzo por documentar toda esta información e identificar las variables que señalan el estrés o la depresión en los niños menores de edad, la organización Zero to Three publica un manual similar al DSM (Diagnostic and Statistical Manual) de adultos, pero este siendo para niños y cuyo nombre es: “DC: 0-3”.
Kluger nos dice que no se sabe a ciencia cierta lo que causa que un menor tenga ansiedad, estrés o depresión, pero efectivamente los genes tienen influencia en esas aflicciones, particularmente en la depresión y en el desorden obsesivo compulsivo, pues existe un alto grado de herencia por parte de los padres, aunque la experiencia social tiene gran influencia, pues los bebés que viven con madres depresivas tienen menor capacidad de exploración. Además cuando la madre es trata para aliviar su depresión, el bebé muestra síntomas de mejora también.
Otros estudios de Egger nos arrojan que el 90% de los niños en edad preescolar que tienen discapacidad por manifestar ansiedad, depresión o ambas, siguen siendo discapacitados por las mismas aflicciones cuando alcanzan la edad escolar.
Lo que se recomienda a los padres es que estén alerta a síntomas claros de estrés, ansiedad o depresión, que según el escrito de Kluger, son similares a los de un adulto, es decir: fatiga, indiferencia y cambios en el apetito del menor en cuestión.
Al final del día vemos que no es tan color de rosa la vida de un menor y que gracias a este tipo de estudios los padres que detecten este tipo de comportamientos antisociales y depresivos, busquen ayuda para su hijo, aunado a que ellos trabajen en las diferencias que tengan en su relación, pues está comprobado que un hijo saludable mentalmente proviene de una relación de pareja saludable, además de que unos pocos de abrazos, besos y aplausos diarios incrementan el autoestima de esa mente que apenas se va formando y sigue absorbiendo información de su entorno y la correlaciona con la que tiene de sus genes.
