Como bien sabemos existen diferentes puntos de inflexión dentro de la evolución de las especies, momentos donde se marca un antes y por ende un después, situaciones en las cuales es común leer que se ganó algo a cambio de “perder” otra cosa, y en este sentido recuerdo escuchar y leer, en ciertas charlas o textos de divulgadores científicos, que el erguirnos significó un alto costo a nuestra columna vertebral, por la distribución inequitativa del peso, pero por otro lado se nos abrió un nuevo panorama en el horizonte, gracias a liberar nuestras extremidades superiores de la locomoción cuadrúpeda, otorgándoles tareas más estilizadas, creativas e innovadoras.
En este sentido nuestras manos, en sus diferentes modalidades como palmas y puños, jugaron y juegan un papel preponderante en el desarrollo de nuestra especie. Por ejemplo, a diferencia de los chimpancés y de los homínidos que nos precedieron, iniciamos la caminata de forma erecta, sumada con la variable de contar con las manos sueltas y libres, para poder experimentar y sobre todo transformar el mundo que nos rodea. Nos hicimos más inteligentes, aprendimos a comunicarnos, a hablar y gracias a la mano prensil, el cerebro y la capacidad extrasomática, pudimos intercambiar y guardar conocimiento para transmitirlo a futuras generaciones, destacando entre otros seres vivos y garantizando la estadía en el planeta.
Es decir, al lograr caminar erguidos, tener un cerebro poderoso, aunado al pulgar y la mano prensil para crear, desarrollar, moldear, transformar y operar utensilios, integrado a la gran capacidad de guardar información dentro y fuera del cuerpo, ofreció ventajas competitivas sobre otros homínidos para colocarnos en una soñada y aparente “cúspide” evolutiva. Todo con la modulación de una muy valiosa extremidad: la mano con todos sus dedos.
Gracias a ella fuimos entonces capaces de crear filosofía, sobre todo al escribirla, experimentar con la naturaleza y desarrollar ciencia para posteriormente usarla en la tecnología; nos sentimos protegidos con el fuego, mismo que nos abrigaba mejor que nuestras ropas, además de auxiliarnos en la cocción de los alimentos para una mejor digestión; logramos erigir las primeras chozas como vivienda, para después para a levantar magníficos edificios y majestuosos palacios; sembramos y cultivamos semillas para alimentarnos, además de domesticar animales para el consumo de sus productos y sus carnes, así como usarlos para transportar productos y movilizarnos a lo largo y ancho del planeta, para posteriormente elaborar la rueda, dominando así los caminos trazados, no siendo suficiente y surcamos los cielos con cautela y gran velocidad, para finalmente buscar señales de vida en el espacio exterior; descubrimos el átomo y ahora retamos a los dioses al tratar de encontrar una partícula “divina” que explique mejor la construcción del universo y del cosmos.
Sin embargo, a pesar de todo lo que fuimos capaces de construir con las manos, recientes estudios publicados en el Journal of Experimental Biology, de Michael Morgan y David Carrier de la Universidad de Utah, señalan que la geometría exacta de nuestra mano es probablemente el resultado de su poder destructivo, sobre el constructivo. De acuerdo al escrito titulado: “Making a fist of it”, publicado en The Economist, diversas armas naturales son obvias, tal es el caso de los dientes, las garras, los cuernos, entre otras, pero la mano se convierte en arma solamente cuando se cierra y se hace un puño, con tal precisión y empuñadura difícilmente lograble por otro de alguno de nuestros primos lejanos, como es el caso del chimpancé.
Los hallazgos de Morgan y Carrier arrojan que dos puntos son cruciales para concluir en la efectividad de un puño como arma, el primero es la forma en que los dedos se enroscan sobre sí mismos, sin dejar espacio en el interior del puño, contando con la extensión necesaria de cada hueso de los dedos para lograrlo. El segundo es la posición y contribución del pulgar para añadir mayor rigidez a esta arma natural en cuestión, siendo también de una longitud adecuada para apretar y formar con fuerza el puño. Además, estas investigaciones señalan que el puño de un ser humano es cuatro veces más rígido que aquel formado por un chimpancé. De todo esto la conclusión de Morgan y Carrier es que el puño es una adaptación evolutiva con su propia historia de selección natural, dejando a un lado la idea de ser una coincidencia. De cierta forma, nos abrimos paso en contra de la competencia de otros homínidos, no solamente por la creatividad de dedos y la palma de la mano, sino que sin lugar a dudas usamos el puño para lesionar y hacer valer la ley del más fuerte.
Derivado de lo anterior, tal como lo expresan los investigadores, podemos comprender que en nuestra especie existen dos clases de seres humanos, los que buscan su progreso a través de la creación de sus manos y los que imponen su ley con sus puños, tomando en muchas ocasiones lo que no les pertenece por la fuerza de sus golpes. De ahí que también hayamos encontrado placer en concebir y crear otras armas, de forma artificial, para potenciar nuestra capacidad destructiva en maleficio de otras especies del planeta y por supuesto de otros seres humanos. En este sentido es que la guerra se ha convertido en parte de la amplia definición que se evoca al tratar de explicar lo que somos como especie.
Somos criaturas curiosas, capaces de crear sinfonías y arrancar lágrimas de placer espiritual, comprendemos también el dolor ajeno y tratamos de evitarlo a toda costa, en ocasiones aunque nos imponga un alto costo, buscamos la empatía y cooperación grupal, pero de igual forma no nos remuerde la conciencia al hacer sufrir y eliminar a otros de nuestra especie con tal de conseguir lo que anhelamos o deseamos. Pero bueno, si me dieran a escoger, yo prefiero quedarme con nuestra personalidad del primate que ofrece la palma de su mano, en señal de no desplegar armas, buscando la creatividad e innovación de sus momentos eureka, que aquel con el puño amenazador y dictatorial, que roba las ideas y creaciones de otros. Siendo este último al que debamos de buscar su extinción o colapsarlo, con inteligencia y no con fuerza bruta.
