Rodrigo Soto Moreno
Parece que desde antes de nacer, tenemos programada nuestra muerte, pues se supone que el organismo viene precargado con ciertas instrucciones para dejar de funcionar correctamente y cuando llegue su tiempo, apagarse por completo. Claro que esa fecha de nuestra última existencia corpórea se va acortando o tal vez alargando, dependiendo no solamente de la “programación para apagarnos”, sino también se relaciona directamente con nuestro estilo de vida.
Lo anterior lo he llegado a pensar después de conocer un poco más sobre la apoptosis o muerte celular programada, misma que se refiere a la muerte de células dañadas por estímulos internos o externos de forma ordenada, siendo también un proceso vital para el desarrollo de órganos, así como el mantenimiento de la homeostasis (regulación del ambiente interno para lograr una condición estable y constante).
El ser humano entonces, cuando se da cuenta de su existencia, innegablemente llegará a la conclusión de que el tiempo es inexorable y que algún día dejará de existir, o simple y llanamente se dará cuenta que todos morimos. Sin embargo, el sentido natural de supervivencia hace que busquemos aferrarnos a la vida con resiliencia; echando mano de todos los avances científicos y tecnológicos, especialmente en materia de medicina, buscando eludir a la muerte y difiriendo esa aparente programación para apagarnos.
Aunado a esto, tenemos el escrito de Jasmin Fox-Skelly, titulado: “Mice That Feel Less Pain Live Longer” y publicado en Science, donde se nos dice que investigadores de la Universidad de California han encontrado que al criar a ratones sin cierto sensor o receptor específico del dolor, contribuye a aumentar la esperanza de vida y eliminar padecimientos como la diabetes en la edad adulta.
El receptor del dolor en cuestión es el denominado TRPV1, presente en la piel, en los nervios, y articulaciones. Para conocer el funcionamiento de ese receptor, el ejemplo común referido por los investigadores en el escrito de Fox-Skelly, es cuando consumimos picante (chile habanero) y sentimos la boca como si estuviera ardiendo por la capsaicina, ahí está el TRPV1 presente.
Los resultados señalan que aquellos ratones sin el TRPV1 envejecieron, pero conservaron signos de metabolismos jóvenes y rápidos; además vivieron, en promedio, un 14% más que sus contrapartes normales. Aunque aquí cabe señalar que los ratones a los que se les redujo la ingesta de calorías, vivieron un 40% más. Un punto muy importante es el rol que juega el TRPV1 en regular la insulina, como nos lo dice Fox-Skelly, siendo una hormona que remueve la glucosa de la sangre.
Se sabe ahora que la eliminación del TRPV1 promueve el aumento de la insulina y por ende contribuye a eliminar eficientemente el exceso de azúcar en la sangre. Otro aspecto interesante viene en palabras del biólogo molecular de UC Berkeley, Andrew Dillin, quien hace referencia a que una prolongada exposición a la capsaicina (picante) puede bloquear o eliminar a la neurona que transmite señales de TRPV1 y de ahí ofrecer los beneficios mencionados.
Entonces no descartemos poner un poco de picante en la comida, considerando también restringir la ingesta de las calorías para evitar que se nos “cierre el telón” antes de tiempo.