Rodrigo Soto Moreno
Hace algunos años, cuando me mudé a la ciudad de Monterrey, lo hice porque estaba seguro que esa ciudad me ofrecería una gran cantidad de oportunidades, superiores a la oferta que mi ciudad de origen pudiera brindar, hablando en términos personales y profesionales, pero especialmente en cuanto a potenciar mi capacidad de adquirir y generar conocimiento. Esto fue cierto.
Por ello, no me sorprende la gran movilidad que tienen ciertas ciudades, por el supuesto potencial que brindan, en miras de mejorar la calidad de vida de una persona, desde el punto de vista social, económico, cultural; pero en mi opinión, sobre todo en la tasa de intercambio entre diferentes redes de conocimiento, para el surgimiento de momentos eureka o las tradicionales ideas creativas.
Desde una perspectiva simple, pienso que una de las tareas de la ciudad no es solamente mostrar que se encuentra viva, por las diferente iteraciones e interacciones de cada uno de los seres vivos, principalmente seres humanos, que la cohabitan; sino probar que es una especie de “placa de Petri”, para el cultivo de bits y bytes de información, para la formación entonces de esas ideas creativas, mismas que impacten positivamente la calidad de vida de cierta comunidad o sociedad en cuestión.
Derivado de esto, sabemos la imperiosa necesidad de que una ciudad tienda puentes para los negocios, especialmente en el comercio e intercambio económico de bienes y servicios, así como el garantizar los canales adecuados para los productos y consumibles que toda población requiere. Sin embargo, en el escrito de Richard Van Noorden, titulado: “Cities: Building the best cities for science”, publicado en la revista Nature, nos recuerda algo vital en este sentido, especialmente lo dicho por Christian Matthiessen, geógrafo de la Universidad de Copenhague, quien señala la valía de establecer ligas de comunicación entre los investigadores científicos y tecnólogos.
Además, Matthiessen habla de la necesidad de catalogar el crecimiento y las conexiones entre los diferentes clústeres de producción científica en todo el mundo. Aunado a esto, me gustaría recordar el dato de Jonah Lehrer, en su artículo titulado: “Cultivating Genius”, publicado en la revista Wired, donde se manifiesta la importancia de incrementar en un 1% el número de inmigrantes con grado académico universitario, lo que se traduce directamente en un incremento entre el 9 al 18 por ciento en la producción de patentes.
Por su lado Mary Walshok, socióloga de la Universidad de California, también dentro de la publicación de Nature, dice que existe 3 factores para lograr que las ciudades sean atractivas para los científicos. En primer lugar se les debe prometer libertad para trabajar en sus propias ideas. Posteriormente darles las herramientas y la infraestructura para hacerlo. Por último ofrecerles un estilo de vida atractivo. En síntesis, como lo hace Van Noorden, tenemos: libertad, financiamiento y estilo de vida para atraer a los científicos y tecnólogos.
En este tenor también el sociólogo y economista Richard Florida cuenta con una opinión al respecto, en donde señala que los científicos y tecnólogos son parte de la clase creativa, con gran movilidad, talentosos, pensadores creativos que una ciudad debe seducir e incorporar como parte de sus habitantes, con servicios atractivos y planeación urbana inteligente.
Como ejemplo en particular, contamos con lo dicho por Kevin Stolarick, del Insituto Martin Prosperity, sugiere que las incubadoras en biotecnología, las universidades y los hospitales, deben estar lo más cercano posible, tanto que sea factible tomarse una taza de café entre sus colaboradores y así mantener “caliente” la investigación y desarrollo entre esas áreas.
Dentro de este contexto, la revista Nature, en su artículo: “Cities: The urban equation”, nos vuelve a mencionar que para el 2030, casi 6 de cada 10 personas vivirán en áreas metropolitanas, mismas que ejercerán una atracción muy poderosa, al estilo de imanes económicos y sociales, sin olvidar el aspecto cultural, científico y tecnológico; por todo esto, las ciudades serán el hogar de un considerable capital intelectual, especialmente el científico, según lo describe la misma publicación mencionada. A su vez, serán estos investigadores quienes puedan ofrecer sus conocimientos para solucionar algunos de los problemas importantes de una ciudad, como la contaminación, en donde por ejemplo: un Premio Nobel, el mexicano Mario Molina, tiene como objetivo el convertir a la Ciudad de México en una megaciudad verde.
Al final, para fomentar todos esos disparos neuronales creativos, es necesario como lo dice Steven Johnson, en su libro: “Where good ideas come from”, crear un ambiente de redes de conocimiento, en donde del caudal de información con que contamos, se fomente también la conexión de ideas, mismas que muchas veces pueden surgir por serendipia o descubrimiento afortunado. Es decir, nuestras ideas, al igual que los disparos neuronales, se encuentran luchando por salir en forma caótica y ordenada a la vez.
Por ejemplo, el propio Johnson, nos dice que de acuerdo a investigaciones de Robert Tatcher, investigador neurocientífico de la Universidad del Sur de Florida, está claro que mientras más desorganizado es un cerebro, más inteligentes seremos. Es decir, nos movemos entre intervalos de sincronía, donde millones de neuronas pulsan o disparan con ritmo, pero también hay períodos regulares donde eléctricamente las neuronas crean un caos al comunicarse.
Tatcher relata que el ruido eléctrico en el cerebro, traducido en modo de caos, permite a nuestro cerebro experimentar con nuevos disparos y comunicaciones neuronales. Es decir, en ese aparente caos neurológico, es donde podemos asimilar nueva información y explorar estrategias para solucionar o comprender una situación diferente. Por eso es importante dejar fluir el conocimiento, aunque parezca caótico y sin sentido, pues en cierto momento tomará “orden” y se incorporará al vital capital intangible de todo país, mismo que representa un 80.5% del capital total producido.